LA PERFECCIÓN CRISTIANA

"Sed, pues, vosotros perfectos". Mateo 5:48. Sabéis que eso es lo que la Palabra de Dios dice. Conocéis la exhortación de Hebreos 6:1 a ir "adelante a la perfección". Sabéis que el evangelio, la predicación del evangelio que vosotros y yo anunciamos, tiene por fin "que presentemos a todo hombre perfecto en Cristo Jesús" (Col. 1:28). Por lo tanto, jamás diremos que no se espera de nosotros la perfección. Debes esperarla de ti mismo. La debo esperar de mí. Y no debo aceptar nada de mí, o en mí, que no alcance la norma de la perfección por Dios establecida. ¿Qué otra cosa podría impedirnos más eficazmente el alcanzar la perfección, que pensar que tal cosa no se espera de nosotros? Repito, ¿qué podría impediros más efectivamente a vosotros y a mí el alcanzar la perfección, sino el decir que no se espera que seamos perfectos?

Por lo tanto, puesto que la Palabra de Dios establece claramente que vosotros y yo debemos ser perfectos, lo único que debemos considerar es el camino para lograrlo. Nada más. Debemos comprender claramente que la perfección, nada menor que la perfección tal como Dios la ha establecido, es lo que se espera de vosotros y de mí. Y que no aceptaremos nada en nosotros mismos, en lo que hemos hecho, ni en nada que tenga que ver con nosotros, que deje de alcanzar la perfección tal como Dios la estableció, aunque sea por el espesor de un cabello. Eso debe ser para nosotros algo muy claro, claro por siempre. Entonces, investiguemos simplemente el camino, y el hecho se cumplirá.

¿Cuál es, pues, la norma? ¿Cuál es la norma establecida por Dios? "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto". La perfección de Dios es la única norma. A ella tenemos que referirnos, y permanecer ante nosotros mismos demandándonos siempre perfección como la de Dios; y no debemos manifestar el más mínimo ánimo de excusar o disculpar en nosotros aquello que deje de alcanzar dicha perfección en el grado que sea.

Está claro que no podemos ser perfectos en grandeza, como lo es Dios, tampoco en omnipotencia ni omnisciencia. Dios es carácter, y lo que ha establecido para vosotros y para mí es perfección del carácter como la del suyo, aquello a lo que llegaremos, lo único que debemos esperar, y lo único que hemos de aceptar en nosotros mismos. Si la que debemos tener es la misma perfección de Dios, y tal es la única que aceptamos en nosotros; si nos mantenemos siempre en esa norma, os daréis cuenta de que eso significa el tenernos constantemente ante la presencia del juicio de Dios. Ahí es donde cada uno de nosotros espera estar, seamos justos o malvados. ¿Por qué, pues, no ir ya allí de una vez por todas? Está establecido que vosotros y yo comparezcamos ante el tribunal de juicio de Cristo, y allí cada uno de nosotros será medido de acuerdo con esa norma. Dios "ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por aquel varón al cual determinó; dando fe a todos con haberle levantado de los muertos" (Hech. 17:31).

La resurrección de Cristo es la garantía que Dios da al mundo de que todo hombre comparecerá ante el tribunal de juicio de Cristo. Es un hecho cierto. Lo esperamos, lo predicamos, lo creemos. Entonces, ¿por qué no emplazarnos ahí, y permanecer en esa situación? ¿por qué esperar? Quienes esperan, y continúan esperando, no podrán entonces tenerse en pie. El impío no podrá resistir en ese juicio; pero aquellos que se emplazan ante el tribunal de juicio de Dios, afrontando la norma del juicio, y se mantienen allí constantemente en pensamiento, palabra y acción, están preparados para el juicio en cualquier momento. ¿Preparados? –Lo tienen, están allí, lo están pasando, están invitando al juicio, y a todo lo que éste conlleva. Están allí esperando pasarlo, y sólo quien actúa así, puede estar seguro. La bendición misma que viene con ello es toda la recompensa que una persona necesita para emplazarse ahora mismo ante el tribunal del juicio. Y estando allí, ¿habrá algo que pueda temer? –Nada. Y ¿qué es lo que echa fuera el temor? –El perfecto amor. Pero el perfecto amor puede solamente venir cuando alcanzamos esa norma perfecta del juicio, en el juicio, y puede ser mantenida solamente permaneciendo allí.
Siendo eso así, investiguemos el camino para lograrlo. El camino, esa es la clave. Ha quedado claro que yo no soy la norma. ¡Pensad en ello! "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto". Su perfección es la única norma. Ahora, ¿qué medida, o qué estimación de la norma es la apropiada? No es la mía, puesto que yo no puedo medir la perfección de Dios. Probablemente esté acudiendo a vuestra mente el Salmo 119:96: "A toda perfección veo límite, pero, ¡cuán inmensos son tus mandamientos!".

Ninguna mente finita puede medir la perfección de Dios. Por lo tanto, queda claro que debemos ser perfectos, que nuestra perfección debe ser como la suya, y que lo ha de ser de acuerdo con su propia estimación de la perfección suya. Eso aleja de vosotros y de mí todo el plan, y todo lo que tenga que ver con él, en cuanto a la realización del mismo. Si no puedo medir la norma, ¿como podré procurarla, incluso suponiendo que se me diese lo necesario para hacerlo? Así que, en cuanto al hacerlo, quede también claro que está absolutamente fuera de vuestra asignación.
Hace muchísimo tiempo, dijo alguien: "Ciertamente yo conozco que es así: ¿Y cómo se justificará el hombre con Dios? Si quisiere contender con Él, no le podrá responder a una cosa de mil… Si habláremos de su potencia, fuerte por cierto es; si de juicio, ¿quién me emplazará?".
Y si soy emplazado, entonces ¿qué sucede? –"Si yo me justificare, me condenará mi boca". Si me mido de acuerdo con mi propia medida, y sentencio el asunto de acuerdo con ella, al ser puesto a la luz de la estimación de Él, mi estimación resulta ser tan deficiente, que no logro sino condenarme hasta lo sumo. No hay ahí ninguna base para la justificación. "Si me dijere perfecto, esto me hará inicuo".

"Bien que yo fuese íntegro, no conozco mi alma: Reprocharé mi vida". Mi propia norma de integridad, al ser llevada a su presencia, y al ser puesta a la luz de la norma de Él, resultaría tan deficiente que hasta yo mismo la reprocharía. "Aunque me lave con aguas de nieve, y limpie mis manos con la misma limpieza, aún me hundirás en el hoyo, y mis propios vestidos me abominarán" (Job. 9:1,2,19-21,30,31).

Eso es todo cuanto podemos aproximarnos a la norma, suponiendo que nos fuese dado el procurar tal cosa. Por lo tanto, abandonemos por siempre toda idea de que la perfección es algo que nosotros debemos obrar. La perfección es algo que hemos de poseer, no otra cosa. Dios la espera, y ha hecho provisión a tal fin. Es para ello que fuimos creados. El único objeto de nuestra existencia es precisamente ese, ser perfectos según la perfección de Dios. Y recuérdese que debemos ser perfectos de acuerdo con su carácter. Su norma de carácter debe ser la nuestra. Su mismo carácter debe ser el nuestro. No debemos tener uno como el suyo: el suyo mismo debe ser el nuestro. La perfección cristiana no es menos que eso.

Visto que eso es lo que hemos de poseer, todo queda explicado en tres textos. El primero de ellos está en Efesios capítulo uno. Comenzamos por el versículo tercero, para comprender bien el cuarto:
"Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo: Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, [ahora, observad para qué nos escogió; ese fue su objetivo desde antes de la fundación del mundo, al escogeros a vosotros y a mí, y al traernos a esta hora] para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor".

Tal es su designio con respecto a nosotros. Es para eso que nos hizo, tal es la razón de nuestra existencia. Hagámonos en este punto una pregunta: Si eso es así, ¿por qué no lo asumimos? ¿por qué no asumimos ahora mismo el objetivo de nuestra existencia, y somos santos y sin mancha delante de Él en amor?

El siguiente texto está en Colosenses 1:19-22: "Por cuanto agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud, y por Él reconciliar todas las cosas a sí, pacificando por la sangre de su cruz, así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos. A vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos de ánimo en malas obras, ahora empero os ha reconciliado en el cuerpo de su carne por medio de muerte, para haceros santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de Él".

Al principio nos hizo para ese propósito. Por el pecado fuimos del todo desviados. Se frustró totalmente el propósito original; pero Él sufrió la cruz: así agradó a Dios y a Cristo, con la finalidad de que se cumpliese su propósito. Lo importante es que mediante su cruz nos reconcilió para que su propósito fuese cumplido en nosotros –el propósito que tuvo desde antes de la fundación del mundo–, de que fuéramos santos y sin mancha ante Él, en amor. La sangre de Cristo, la reconciliación pacificadora que Cristo Jesús trae al mundo, tiene por objeto "haceros santos", es decir, que pueda efectuar aquello que era su designio desde antes de la fundación del mundo: Que pudiera presentaros a vosotros y a mí "santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de Él".

El camino a la perfección cristiana es el camino de la cruz, y no hay otro. Quiero decir que no hay otro camino para vosotros y para mí. El camino para traérnosla, el único camino, fue el de la cruz. Cristo transitó por él, y nos trajo la perfección; y la única forma en la que vosotros y yo podremos recibirla es por el camino de la cruz. Su providencia determinó que Él mismo la obrase. El obrarla no es de ninguna manera nuestra asignación.

Ahora obsérvese en Efesios 4:7-13 lo que eso realiza efectivamente, cuán plenamente ha provisto Dios para la necesidad.

"Empero a cada uno de nosotros es dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo". Ahora pensad: por lo visto hasta aquí en nuestro estudio, ¿qué fue lo que cumplió el don de Cristo? Hizo "la paz mediante la sangre de su cruz", y reconcilió a todos con Dios. Y lo hizo para hacernos lo que designó que debíamos ser, desde antes de la fundación del mundo: "santos, y sin mancha, e irreprensibles delante de Él". Esa es la medida del don de Cristo. Y cumplió el propósito para todos, en el sentido de que abrió el camino para todos. Y a cada uno de nosotros, ahora mismo, nos es dada la gracia según esa misma medida. Por lo tanto, aquello que la cruz nos trajo, poniéndolo a nuestro alcance; la gracia de Dios nos lo da, y lo cumple en nosotros.

Ahora, leámoslo de corrido, y veréis que consiste precisamente en eso, en relación con la perfección misma: "Empero a cada uno de nosotros es dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres… y Él mismo dio unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores", ¿para qué? "para perfección de los santos". Hermanos, puesto que tales dones son otorgados con ese propósito, ¿qué estamos haciendo cuando no aceptamos ese propósito, pero anhelamos los dones, y oramos por ellos, y los recibimos –esos dones que cumplen el propósito? ¿Qué estamos haciendo en realidad?

"Para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; HASTA" –dados con un objeto; otorgados con un propósito, con un propósito bien marcado y definido, y HASTA que se cumpla ese propósito. Se da "para perfección de los santos", y se da "hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo".

La perfección es, pues, el único objetivo. La norma de Dios es la única norma. "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto". No podemos medirlo; ni lograrlo, si nos fuese dado hacerlo por nosotros mismos. Es el propósito de la creación del hombre, y cuando ese objetivo se frustró por el pecado, Él lo hizo posible para todos, por la sangre de su cruz, y lo asegura a todo creyente mediante los dones del Espíritu Santo.
Así, pregunto de nuevo, ¿por qué no nos atendremos constantemente a la perfección cristiana, sin conformarnos con nada que sea menor que eso?

El versículo 24 de la carta de Judas se relaciona directamente con lo que hemos dicho y leído: "A aquel, pues, que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros delante de su gloria irreprensibles, con grande alegría. Al Dios solo sabio, nuestro Salvador, sea gloria y magnificencia, imperio y potencia, ahora y en todos los siglos. Amén".

"Nos escogió en Él antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor". Mediante la cruz, lo hizo posible para toda alma, a pesar de que el pecado nos había hecho perder toda posibilidad. Mediante la cruz, compró el derecho de "haceros santos, sin mancha e irreprensibles ante Él". El derecho a hacer tal cosa le corresponde exclusivamente a Él. Vosotros y yo no poseemos ese derecho, suponiendo que estuviese a nuestro alcance el ejercerlo. No podemos realizarlo. Tras haberlo perdido, nada fuera de la cruz del Calvario lo puede restaurar. Y nadie puede pagar el precio del Calvario, excepto Aquel que efectivamente lo pagó. Por lo tanto, el derecho es exclusivamente suyo, en virtud de esa cruz. Ningún otro que no haya sufrido la cruz literal del Calvario, puede tener ningún derecho de asumir el cumplimiento de esa obra. Sólo Él sufrió la cruz: sólo a Él pertenece la obra. Y permanece la palabra: Él "es poderoso". "Es poderoso para… presentaros delante de su gloria irreprensibles". El que fue poderoso para sufrir la cruz, es poderoso para cumplir todo lo que la cruz hizo posible. Así pues, Cristo "es poderoso para… presentaros delante de su gloria irreprensibles, con grande alegría".
¿CUÁNDO? Interesante pregunta. ¿Cuándo?
"Ahora"! Precisamente. Él es el mismo ayer, hoy, y por los siglos. Es tan poderoso ahora, como lo fue entonces, o como lo haya sido siempre.

Pero manténgase presente que sólo por el camino de la cruz nos es dado a vosotros o a mí, ahora y siempre. Estudiemos la Palabra, a fin de comprobarlo. Leamos Romanos 5:21, y luego echemos un vistazo al capítulo seis, ya que trata del mismo asunto. Los dos últimos versículos de Romanos 5 dicen: "La ley empero entró para que el pecado creciese; mas cuando el pecado creció, sobrepujó la gracia; para que, de la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia, para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro".

Ahora detengámonos en la comparación, o más bien el contraste –ya que es una comparación que viene a resultar en un marcado contraste– entre "de la manera que" y "así también": "De la manera que el pecado reinó para muerte". Sabéis cómo reinó el pecado. Todos los presentes conocemos la forma en la que el pecado reinó. Algunos pueden estar conociéndolo incluso ahora. Cuando el pecado reinaba, el reino era absoluto, de forma que era más fácil hacer lo malo que lo bueno. Queríamos hacer el bien; pero "no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, éste hago" (Rom. 7:19). Ese es el reino del pecado. Así, cuando reinaba el pecado, era más fácil hacer el mal que hacer el bien.

"Así también la gracia reine por la justicia". Cuando la gracia reina, es más fácil hacer lo bueno que hacer lo malo. Esa es la comparación. Observad: De la manera que el pecado reinó, así también reina la gracia. Cuando el pecado reinaba, lo hacia contra la gracia; neutralizaba todo el poder de la gracia que Dios había dado; pero al ser quebrantado el poder del pecado, y reinar la gracia, entonces la gracia reina contra el pecado, y neutraliza todo el poder de éste. Así, es tan literalmente cierto que bajo el reino de la gracia es más fácil hacer el bien que el mal, como lo es que bajo el reino del pecado sucedía a la inversa.

Así pues, el camino queda despejado, ¿no os parece? Caminemos pues por él. "Para que, de la manera que el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia, para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro. ¿Pues qué diremos? ¿Perseveraremos en pecado para que la gracia crezca?"
[Voces: ‘Dios no lo permita’]
Decís, ‘Dios no lo permita’. Está bien: No lo permita. Dios ha puesto su barrera, y vosotros subrayáis la negativa a perseverar en pecado para que la gracia crezca. Pero, ¿acaso no ha puesto Dios su barrera contra el pecar, en toda forma? ¿Subrayáis eso? ¿Os atenéis a la barrera que Dios ha puesto en el sentido de que no tenéis absolutamente por qué pecar, bajo el reino de la gracia?
[Voces: ‘Sí’]
Entonces ¿acaso no es su designio que seamos guardados de pecar? Puesto que sabemos que ese es su propósito, podemos esperarlo confiadamente. Si no lo esperamos, jamás tendrá lugar.
Así pues, el primer versículo del capítulo seis de Romanos enseña que es el plan de Dios que seamos guardados de pecar, ¿no es así?
¿Qué dice el segundo versículo?: "Los que somos muertos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?". ¿Qué significa este versículo? Que de ninguna manera continuaremos en pecado. Si hay muerte, tendrá que haber un funeral. Enterrados con Él por el bautismo, en la muerte, y resucitados para andar en novedad de vida. "Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre juntamente fue crucificado con Él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado". Aquí está expuesto ante nosotros el camino, y es el camino de la cruz.
Ahora, notad en el texto tres cosas: Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre juntamente fue crucificado con Él. ¿Y con qué objeto? "a fin de que no sirvamos más al pecado". A menos que el cuerpo del pecado sea destruido, serviremos al pecado. A menos que el viejo hombre sea crucificado, el cuerpo de pecado no es destruido. Por lo tanto, el camino para ser guardado de pecar es el de la crucifixión y destrucción.
La única cuestión que tenemos que resolver es pues, la siguiente: ¿Preferiré ser crucificado y destruido, antes que pecar? Si decides por siempre que estás dispuesto ahora mismo a afrontar la crucifixión y la destrucción, antes que pecar, no pecarás nunca. "Crucificado con Él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado". Por lo tanto, la liberación de ser siervos del pecado viene solamente mediante crucifixión y destrucción.
¿Elegirás el pecado, o elegirás crucifixión y destrucción? ¿Elegirás destrucción, y escaparás así al pecado? ¿o bien elegirás el pecado, y con él la destrucción? He ahí la cuestión. No existe otra alternativa. Quien mira de evadir, de escaparse de la destrucción, la encontrará seguramente. Quien elige la destrucción, escapará de la destrucción.
Bien, pues el camino de la destrucción por la cruz de Cristo, es el camino de la salvación. Jesucristo fue a la destrucción en la cruz, para salvarnos a ti y a mí. Traernos salvación a ti y a mí, costó la destrucción del Hijo de Dios en la cruz. ¿Consentiremos en la destrucción, para tener la salvación? Todo aquel que lo decida con firmeza, y se aferre a ello como a un vínculo permanente –que se preste a la destrucción a cambio de salvación, en cada instante de su vida–, no perderá nunca la salvación.

Pero aquí es donde viene el problema. La destrucción no es nada gratificante; no es fácil. No es fácil para el viejo hombre. No apetece de forma natural ser destruido; pero para aquel que lo experimenta, es fácil. Es fácil cuando se hace, y es fácil continuar por siempre, una vez se experimenta.

Ahora, ¿en qué momento debemos experimentarlo? ¿Cuándo es que nos presenta delante de su gloria irreprensibles? –Ahora: y el único camino es el de la destrucción. Ahora es el momento de elegir la destrucción. Ahora es el momento de entregarte por siempre a la destrucción. Pero si me retengo, si esquivo la destrucción, ¿de qué me estoy en realidad privando? –De la salvación. "Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre juntamente fue crucificado con Él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho, a fin de que no sirvamos más al pecado".

Si debo, pues, enfrentar alguna experiencia que me presione de tal modo que parece significar la destrucción, eso será bueno; ya que destrucción es precisamente lo que elegí, a fin de dejar de servir al pecado. Una entrega tal trae la afabilidad cristiana a la vida, ya que el gozo, la paz duradera y la satisfacción de ser guardado de pecar, bien valen la pena, aun al precio de toda la destrucción que pueda jamás sobrevenirnos. No es de ninguna manera un intercambio desfavorable, sino el más grandioso que jamás se haya ofrecido al hombre.

Crucifixión y destrucción, para no servir más al pecado, –ahí está, por lo tanto, el camino a la perfección cristiana. ¿Por qué? –"Porque el que es muerto, justificado es del pecado" (Rom. 6:7). A Dios sean dadas gracias, aquel que es muerto, es liberado del pecado. Entonces, la única cuestión que puede surgir en vuestra vida o la mía, es ¿estoy yo muerto? Y si no estándolo, sucede algo que cumpla tal cosa, la única consecuencia es la liberación del pecado; y eso vale sobradamente lo que cuesta.

Vayamos al siguiente versículo: "Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con Él". El primer versículo implica que seremos libres de pecado. El segundo implica lo mismo que el primero. El sexto dice: para que no sirvamos más al pecado; el séptimo dice que el que es muerto, es liberado de pecado; el octavo, que si somos muertos con Cristo, viviremos también con Él. ¿Dónde vive Él, en justicia o en pecado?
Voces: [‘En justicia’]

Cierto. Por lo tanto, es evidente que los versículos primero, segundo, sexto, séptimo y octavo del capítulo seis de Romanos, implican que seremos guardados de pecar.

¿Qué hay en cuanto al versículo noveno? "Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere: la muerte ya no se enseñoreará más de Él". ¿Cómo fue que la muerte pudo tener entonces dominio sobre Él? –A causa del pecado. No el suyo, sino el nuestro; ya que "al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros". Pero la muerte no tiene ya más dominio sobre Él. Ganó la victoria sobre el pecado, y sobre todas las consecuencias de éste por siempre. Entonces, ¿qué nos dice ese versículo a vosotros y a mí? –Que somos resucitados con Él. "Porque el haber muerto, al pecado murió una vez; mas el vivir, a Dios vive". Así, tanto el noveno como el décimo versículos implican también que seremos guardados de pecar.

El undécimo: "Así también vosotros, pensad que de cierto estáis muertos al pecado, mas vivos a Dios en Cristo Jesús Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para que le obedezcáis en sus concupiscencias". La implicación, una vez más, es que no pecaremos.

"Ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado por instrumentos de iniquidad; antes presentaos a Dios como vivos de los muertos, y vuestros miembros a Dios por instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia". El reino de la gracia eleva las almas por encima del pecado, las mantiene allí, reina contra el poder del pecado, y libra al alma de pecar.

"¿Pues qué? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo de la ley, sino bajo de la gracia? En ninguna manera". Así, desde el primero al decimocuarto versículos del capítulo sexto de Romanos, se predica una y otra vez liberación del pecado y de pecar. Eso es ya muchísimo, pero todavía hay más. "Vamos adelante a la perfección".

"¿No sabéis que a quien os prestáis vosotros mismos por siervos para obedecerle, sois siervos de aquel a quien obedecéis, o del pecado para muerte, o de la obediencia para justicia?". Librados del poder del pecado, ¿a quién os entregasteis? –A Dios; por lo tanto, sois sus siervos, puestos en libertad para el servicio de la justicia. No es el propósito de Dios que guardarnos de pecar resulte en una vida vacía, su propósito es el de un servicio activo e inteligente por nuestra parte, y que la justicia sea el único resultado. Ser liberado del pecado, y ser guardado de pecar, es algo grande y sublime; lo mismo cabe decir de ser hecho siervo de la justicia, de manera que nuestro servicio sea para justicia.

Por lo tanto, que toda alma se haga eco de las palabras: "Empero gracias a Dios, que aunque fuisteis siervos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual sois entregados; y libertados del pecado, sois hechos siervos de la justicia". ¡Gracias a Dios por ello! Él dice que lo sois, y si es Él quien lo dice, ciertamente lo sois. Dadle gracias por ello. Agradecedle por ser liberados del pecado; y agradeced al Señor porque sois siervos de la justicia. Él os ha hecho tal cosa; ya que así lo declara.

Pero todo no acaba aún ahí: "Humana cosa digo, por la flaqueza de vuestra carne: que como para iniquidad presentasteis vuestros miembros a servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santidad presentéis vuestros miembros a servir a la justicia. Porque cuando fuisteis siervos del pecado, erais libres acerca de la justicia". El Señor se refiere aquí a vuestra experiencia y la mía. "Cuando fuisteis siervos del pecado, erais libres acerca de la justicia". Sabéis que así es. Oíd el complemento de lo anterior: "¿Qué fruto, pues teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora, librados del pecado, y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y por fin la vida eterna".

No somos siervos del pecado, liberados de la justicia; sino que somos siervos de la justicia, liberados del pecado. Mientras considero estas cosas, y habiendo el Señor saciado mi alma con todo ello, acude a mi mente una expresión de Milton, que describe los cantos de los ángeles como "dulzura contenida en melodía sostenida". Ese capítulo seis de Romanos es una de esas notas de dulzura contenida en melodía sostenida.

Comienza con la liberación del pecado: algo grande. A continuación, liberación de pecar: extraordinario. Después, siervos de la justicia: maravilloso. Luego, santidad: sublime. Y sobre todo ello, finalmente, vida eterna. ¿No os parece que son notas –en este caso del Señor– de dulzura contenida en melodía sostenida? Oh, recíbelas, permanece en ellas, absorbe esas dulces notas, y permite que resuenen en tu ser día y noche: hacen bien al alma.

Y ese es el camino a la perfección cristiana. Es el camino de la crucifixión, para destrucción del cuerpo de pecado, para liberación de pecar, para servir a la justicia, a la santidad, a la perfección en Jesucristo, por el Espíritu Santo, para vida eterna.

Volvamos de nuevo a la afirmación de que los dones son para la perfección de los santos, "hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo". Ahí está el modelo. El camino por el que Cristo vino a este mundo de pecado, y en carne pecaminosa –vuestra carne y la mía, con la carga de los pecados del mundo–, el camino por el que Él vino, en perfección y para perfección, es el camino que expone ante nosotros.

Fue nacido del Espíritu Santo. En otras palabras, fue nacido de nuevo. Vino del cielo, el unigénito Hijo de Dios, a la tierra, y nació de nuevo. Pero todo, en la obra de Cristo, guarda un patrón inverso al nuestro: Él, quien no conoció pecado, fue hecho pecado, a fin de que nosotros pudiésemos ser hechos justicia de Dios en Él. El, el que es, el que vive, el príncipe y autor de la vida, murió para que podamos vivir. Aquel cuyas salidas son desde el principio, desde los días del siglo, el Primogénito de Dios, nació de nuevo, para que nosotros pudiésemos nacer de nuevo.
Si Jesucristo nunca hubiese nacido de nuevo, ¿podríamos haberlo hecho vosotros y yo? –No. Pero Él nació de nuevo, del mundo de justicia al mundo de pecado; a fin de que nosotros pudiésemos nacer de nuevo, del mundo de pecado al de la justicia. Nació de nuevo, y fue hecho participante de la naturaleza humana, para que pudiésemos nacer de nuevo y ser así participantes de la naturaleza divina. Nació de nuevo, a la tierra, al pecado y al hombre, para que podamos ser nacidos de nuevo al cielo, a la justicia y a Dios.

El hermano Covert ha dicho que nos convierte en una familia. Ciertamente nos hermana, y Él no se avergüenza de llamarnos hermanos suyos.

Así pues, Él nació nuevamente del Espíritu Santo; porque está escrito que fue dicho a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra; por lo cual también lo santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios".

Jesús, nacido del Espíritu Santo, nacido de nuevo, creció "en sabiduría, y en edad" hasta la plenitud de la vida y el carácter en el mundo, llegando hasta el punto de poder decir a Dios, "Yo te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese". El designio y plan de Dios en Él habían llegado a la perfección.

Jesús, nacido de nuevo, nacido del Espíritu Santo, nacido de carne y de sangre, lo mismo que nosotros, el Comandante de nuestra salvación, fue perfeccionado "mediante aflicciones". Porque "aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia. Y perfeccionado, vino a ser una fuente de eterna salvación para todos los que le obedecen" (Heb. 2:10; 5:8,9).

Jesús, pues, alcanzó la perfección en carne humana, mediante sufrimientos; ya que es en un mundo de sufrimientos donde nosotros, en carne humana, debemos alcanzarla.

Y aunque siempre estuvo creciendo, fue perfecto en todo momento. ¿Comprendéis eso? Ahí es donde muchos confunden el concepto básico de la perfección cristiana –piensan que la medida final es la única medida válida. Y es así en el plan de Dios; pero la medida final no se alcanza al principio. Vayamos nuevamente al capítulo cuarto de Efesios. Ahí se nos hace una sugerencia, en cuanto a cómo alcanzar esa perfección, –"la medida de la edad de la plenitud de Cristo". He leído el versículo decimotercero; ahora relacionadlo con el 14 y 15: "Que ya no seamos niños fluctuantes, y llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que, para engañar, emplean con astucia los artificios del error: Antes siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo". Por medio del crecimiento es como debe cumplirse en vosotros y en mí; pero no puede existir crecimiento allí donde falta la vida. Se trata de crecimiento en conocimiento de Dios, en la sabiduría de Dios, en su carácter, crecimiento en Dios; por lo tanto, puede solamente darse por la vida de Dios. Pero esa vida es implantada en el hombre en el nuevo nacimiento. Nace de nuevo, nace del Espíritu Santo; y la vida de Dios es allí implantada, para que "crezcamos… en Aquel", ¿en cuántas cosas? "en todas cosas".

Recordáis que "el reino de los cielos es semejante al hombre que siembra buena simiente en su campo". "La simiente es la palabra de Dios". Se hace la siembra. Ésta crece día y noche, sin que se sepa cómo. Ahora, esa semilla, ¿es perfecta? –Sí: la hizo Dios. Comienza a brotar. ¿Que diremos del brote?
[Congregación: ‘Igualmente perfecto’]

¿Seguro?
[Voces: ‘Sí’]
No es una espiga cargada de grano; no es todavía un tallo erguido y fuerte; no es más que un simple brote que aflora en la superficie de la tierra. Pero ¿acaso no es perfecto?
[Congregación: ‘Sí’]
De acuerdo con su ciclo de desarrollo, es tan perfecto en ese momento, como lo será al final, cuando haya llegado a la maduración. ¿Lo comprendéis? No permitáis que esa confusión continúe, ¡desechadla!
Cuando el brote asoma de la tierra, os detenéis a admirarlo. Es merecedor de ello. Tiene el encanto de la perfección. Es un brote tan perfecto como el que más, pero no es más que una simple hoja lanceolada, que a duras penas se abrió camino hacia la superficie. Eso es todo cuanto hay por el momento, pero es perfecto. Es perfecto porque es tal como lo hizo Dios. Dios es el único que tiene algo que ver con él. ¿Lo veis? Pues bien, vosotros y yo, nacidos de nuevo de esa buena simiente que es la palabra de Dios –nacidos de la palabra de Dios y del Espíritu Santo, nacidos de la simiente perfecta–, cuando esa simiente brota y crece, y empieza a manifestarse en el hombre, se ven las características de Cristo. Y ¿cómo es Cristo? –Perfecto. Por lo tanto, ¿cómo es el cristiano en ese momento?
[Congregación: ‘Perfecto’]

Si somos nacidos de nuevo por el poder de Jesucristo, y Dios mismo dirige la obra, ¿cómo será lo que resultará? –Será perfecto. En eso consiste la perfección cristiana, en ese punto. Jesucristo os presenta santos, irreprochables y libres de culpa, ante el trono de Dios, en ese punto.

Aquel brote empieza a crecer y se yergue sobre el terreno; sale una nueva hoja; salen dos más, cada una de ellas tan hermosa como su gemela. La tercera aparece también; ahora ya es un tallo, y sigue creciendo. Presenta un aspecto muy distinto al que tenía al principio. Realmente diferente, pero no necesariamente más perfecto que el primero. Está más cerca de la perfección final, más próximo al propósito último de Dios; pero aún así, no por ello es más perfecto en su estado actual que cuando era un simple retoño surgiendo de la tierra.

Con el tiempo, crece hasta su altura definitiva. Se forma la espiga y aparece la inflorescencia, añadiéndole aún más belleza. Finalmente se llena de grano: es la espiga en su plenitud. Perfecto. Y cada grano no lo es menos. La obra, la obra de Dios, está allí consumada. Ha sido perfeccionada. Ha alcanzado la perfección, de acuerdo con el designio que Dios tuvo para ella al concebirla.

Eso es la perfección cristiana. Viene por el crecimiento. Pero este puede solamente producirse por la vida de Dios. Y siendo la vida de Dios la única fuente posible, solamente puede crecer de acuerdo con el orden de Dios. Sólo Él puede dirigir el crecimiento. Solamente Él conoce el modelo a la perfección. Cristo es el modelo. Dios conoce perfectamente el modelo, y puede hacernos crecer en perfección de acuerdo con ese modelo. Eso es así porque en ese crecimiento hay el mismo poder y la misma vida que hay en el modelo original, Jesucristo.

De igual forma que Jesús comenzó, al nacer, como un niñito en carne humana, para crecer después hasta acabar la obra que Dios le había asignado; así nosotros, nacidos de nuevo, creciendo en Él en todas cosas, llegamos ahora al día en el que, lo mismo que Él, diremos en toda justicia, "te he glorificado en la tierra: he acabado la obra que me diste que hiciese". Porque la Biblia dice que "en los días de la voz del séptimo ángel, cuando él comenzare a tocar la trompeta, el misterio de Dios será consumado". Hoy es ese día. Se nos ha dado ese misterio a fin de que lo demos al mundo. Tiene que ser consumado para el mundo, y ha de ser consumado en aquellos que lo poseen.

Pero ¿cuál es el misterio de Dios? –"Cristo en vosotros, la esperanza de gloria". "Dios… manifestado en carne". Luego en esos días, el misterio debe ser consumado en los ciento cuarenta y cuatro mil. La obra de Dios en carne humana, Dios manifestándose en carne humana –en ti y en mí– tiene que llegar a su consumación. Hemos de ser perfeccionados en Jesucristo. Mediante el Espíritu hemos de llegar a ser un hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.

¿Qué os parece? ¿Vale la pena? ¿No es acaso el camino del Señor un buen camino hacia la perfección? Oh, entonces, "dejando la palabra del comienzo en la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección; no echando otra vez el fundamento del arrepentimiento de obras muertas, y de la fe en Dios, de la doctrina de bautismos, y de la imposición de manos, y de la resurrección de los muertos, y del juicio eterno". Él nos libró del fundamento inestable que teníamos mientras estábamos en pecado. Que no haya otro fundamento que no sea el servicio a la justicia para santidad, y finalmente, la vida eterna.

Toda alma que afronte el juicio, y se mantenga en presencia del juicio, entregándose a sí mismo a la crucifixión y a la destrucción, encontrará en ello el cumplimiento, según el camino de Dios. Y además lo encontrará en el corto período en el que Él ha prometido conducirnos a la justicia.
Así pues, se trata únicamente de Dios, de la estimación que Él hace, de su norma. Cristo es el modelo, suya la obra en todas las cosas, en todo lugar y por siempre. Por lo tanto, tened buen ánimo. Sea Cristo el primero, el último y el todo en todos, en todo tiempo.
Review and Herald, 18 y 25 julio; 1 agosto, 1899.

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