GÁLATAS 5:16-18

"Digo pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis la concupiscencia de la carne. Porque la carne codicia contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne: y estas cosas se oponen la una a la otra, para que no hagáis lo que quisiereis. Mas si sois guiados del Espíritu, no estáis bajo la ley".

"Si sois guiados del Espíritu, no estáis bajo la ley", "porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios". Como hijos de Dios, tienen la mente del Espíritu, la mente de Cristo; y de esa forma, con la mente sirven a la ley de Dios. De modo que todo el que es guiado por el Espíritu de Dios, teniendo así la mente de Cristo, cumple la ley; ya que, mediante ese Espíritu, el amor de Dios se implanta en el corazón. Y el amor de Dios es el cumplimiento de la ley, en todo aquel que lo posee.

Por otra parte, el que es guiado por la carne, teniendo así una mente carnal, cumple las obras de la carne, y sirve así a la ley del pecado.

Las dos opciones, la del Espíritu y la de la carne, están permanentemente a disposición de cada uno. Tan ciertamente como la carne está allí, "codicia contra el Espíritu"; y tan ciertamente como el Espíritu está allí, codicia contra la carne. El que es guiado por la carne, no puede hacer el bien que quiere; sirve al a ley del pecado, y está por lo tanto bajo la ley. Pero "si sois guiados del Espíritu, no estáis bajo la ley".

Y todo hombre es siempre libre de decidir qué camino elegirá –si el del Espíritu, o el de la carne. "Porque si viviereis conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis" (Rom. 8:13).

Obsérvese que en el texto de Gálatas que estamos considerando, así como en los textos relacionados de Romanos y Colosenses, se expresa de forma inequívoca y enfática el hecho de que la carne, en su verdadera naturaleza carnal, pecaminosa, sigue presente en aquel que tiene el Espíritu de Dios; y que esa carne contiende contra el Espíritu.

Es decir, cuando el hombre se convierte, y es así puesto bajo el poder del Espíritu de Dios, no es más librado de la carne de lo que es separado de ella –con sus tendencias y deseos– de forma que no sea más tentado por la carne, ni tenga más lucha con ella. No; esa misma carne pecaminosa y degenerada está allí, con las tendencias y deseos que le son consustanciales. Pero la persona ya no está más sujeta a ella. Es librado de la sujeción a la carne, con sus tendencias y deseos, para venir ahora a ser sujeto al Espíritu. Está ahora sujeto a un poder que vence, que somete, crucifica, y mantiene dominada a la carne, pecaminosa como es, con todos sus afectos y concupiscencias. Por lo tanto, está escrito que "por el Espíritu mortificáis las obras de la carne". "Por lo tanto, haced morir en vosotros lo terrenal: Fornicación, impureza, pasiones lascivas, malos deseos, y la avaricia, que es idolatría" (Col. 3:5). Obsérvese que todas esas cosas están en la carne, y vivirían y reinarían si fuese la carne la que tomase el control. Pero puesto que la carne misma es puesta en sujeción al poder de Dios –mediante el Espíritu–, todas esas cosas malas son cortadas de raíz, impidiendo que surjan en la vida.

Ese contraste entre el reinado de la carne y el del Espíritu, se expone con claridad en Romanos 7:14-24, y en 1ª de Corintios 9:26 y 27. En el capítulo siete de Romanos se describe al hombre que está bajo el poder de la carne, "carnal, vendido a sujeción del pecado", que anhela hacer el bien, pero está sujeto a un poder en la carne que no le permite hacer el bien que quiere. "Porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, éste hago". "Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios: mas veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?". Eso describe al hombre que está sujeto a la carne, "a la ley del pecado" que está en sus miembros. Aunque quiera romper con el poder de la carne, y desee hacer el bien, ese poder lo sigue manteniendo en cautividad, y la ley del pecado que se halla en sus miembros lo somete bajo el dominio de la carne.

Pero hay liberación de ese poder. Cuando clama "¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?", instantáneamente se le da la respuesta: "Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro". Hay una vía de liberación, ya que sólo Jesucristo es el Liberador.
Y ahora, ese hombre, aunque ha sido así liberado, no es liberado de la lucha: no se lo coloca en una situación en la que no deba contender con la carne. Hay una lucha que debe aún continuar, y no es una lucha imaginaria: no es una lucha contra un fantasma. Aquí aparece el hombre de 1ª de Corintios 9:26 y 27: "De esta manera peleo, no como quien hiere al aire". ¿Contra qué pelea? ¿Qué es lo que hiere?: "Antes hiero mi cuerpo y lo pongo en servidumbre; no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser reprobado".

Así, en la batalla que libra el cristiano, está su cuerpo, su carne, con sus afectos y concupiscencias. El cristiano debe someter su cuerpo, y tenerlo en sujeción por el nuevo poder del Espíritu de Dios al que está sujeto ahora, y desde que fue librado del poder de la carne y de la ley de pecado.

Eso se expresa aún más claramente en la traducción del N.T. Interlineal: "trato severamente mi cuerpo y lo reduzco a esclavitud". Conybeare & Howson lo tradujeron así: "Peleo, no como el boxeador que golpea al aire, sino que hiero mi cuerpo y lo someto a esclavitud".

El capítulo siete de Romanos describe, pues, al hombre sujeto al poder de la carne y la ley de pecado que hay en los miembros, pero que lucha por liberación. Por el contrario, 1ª de Corintios nueve, describe la carne puesta en sujeción al hombre, mediante el nuevo poder del Espíritu de Dios. En Romanos siete, la carne reina, y el hombre está sometido a ella. En 1ª de Corintios nueve, es el hombre quien rige, mientras que la carne está sojuzgada.

Esa bendita inversión de las cosas ocurre en la conversión. Mediante la conversión, al hombre le es otorgado el poder de Dios, y es puesto bajo el dominio del Espíritu de Dios, de tal forma que, por ese poder, se le concede control sobre la carne, con todos sus afectos y malos deseos; y, mediante el Espíritu, crucifica la carne con sus afectos y concupiscencias, en su pelear "la buena batalla de la fe".

El hombre no es salvado al ser librado de la carne, sino al recibir el poder para vencer y ejercer dominio sobre todas las tendencias pecaminosas y los deseos de la carne. El hombre no desarrolla el carácter (de hecho, nunca podría hacerlo) siendo colocado en un terreno exento de tentación, sino recibiendo poder, exactamente en el mismo terreno de la tentación en donde se hallaba anteriormente, para que conquiste toda tentación.

Si el hombre fuese salvo siendo liberado de la carne –en la verdadera condición de ésta–, entonces Jesús no necesitaba haber venido jamás al mundo. Si los hombres fuesen salvos eximiéndoles de toda tentación –siendo puestos en un terreno libre de tentaciones–, entonces Jesús no habría jamás tenido por qué venir al mundo. Nunca, en los supuestos anteriores, habría podido el hombre desarrollar su carácter. Por consiguiente, lejos de procurar salvar al hombre liberándolo de la carne, en el estado en que ésta estaba, Jesús vino al mundo, y se puso a sí mismo EN LA CARNE, precisamente en la carne que el hombre posee, y contendió con esa carne, tal como es ésta, con todas sus tendencias y deseos; y por el divino poder que trajo por la fe, "condenó al pecado en la carne", y trajo así a toda la raza humana esa divina fe que otorga al hombre el poder divino a fin de liberarlo del poder del pecado y de la ley de pecado, allí en donde se halla, y para darle amplio dominio sobre la carne, tal como ésta es.

En lugar de salvar al hombre de tal forma que éste hubiese quedado incompleto y desprovisto de carácter, situándolo en un terreno libre de tentación, vino al hombre, precisamente allí donde el hombre estaba, en medio de todas sus tentaciones. Jesús vino en la misma carne que el hombre posee, y en esa carne, enfrentó todas las tentaciones que esa carne conoce, conquistando cada una de ellas, y trayendo con eso la victoria a toda alma en el mundo. Bendito sea su nombre.
Y toda alma que reciba y guarde "la fe de Jesús" puede disfrutar esa victoria en su plenitud. "Y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe".
Review and Herald, 18 septiembre 1900

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